El sutil arte de soñar y soltar
Soñar es una de las cosas más maravillosas que podemos hacer como seres humanos.
Esa capacidad es también, al mismo tiempo, cárcel y carcelero.
El león no sueña con la familia que va a construir y lo lindo que va a ser cazar para alimentar a sus crías.
Nosotros, por el contrario, vivimos constantemente tratando de anticipar las cosas que queremos o las que vamos a lograr.
Soñar está en nuestro ADN, porque es algo que históricamente funcionó para ayudarnos a sobrevivir.
También es algo en lo que he venido pensando últimamente, porque me parece que el discurso sobre lo que significa soñar ha sido brutalmente radicalizado con dos ideas:
Todo lo que soñamos se puede lograr.
No es tan importante el sueño como el plan para alcanzarlo.
Las dos son miradas radicales y fundamentalmente erradas.
La primera omite por completo el principio de realidad de que rara vez logramos las cosas exactamente como las soñamos.
Nuestra capacidad para predecir el futuro está limitada porque usamos el pasado como referencia y, como dicen los economistas, “el rendimiento pasado no garantiza rendimientos futuros.”
Esto en esencia es el reconocimiento de que el mundo es demasiado impredecible como para pensar que podemos materializar de manera exacta nuestra visión de él.
La segunda, por el contrario, se centra tanto en la acción que nos impulsa a ignorar lo poderoso de tener un ideal al que aspiramos llegar.
Eduardo Galeano lo dice mejor con la frase famosa de “la utopía es el horizonte que nos sirve para caminar.”
Creo que una buena aproximación al tema de los sueños o la visión se puede encontrar en la mitad de esos dos extremos.
La pregunta que me sigo haciendo es:
¿cómo usamos lo que soñamos para trazar un plan que nos permita encontrar algo incluso mejor en el camino?
Resalto la última frase de esa pregunta porque es ahí donde está el punto medio exacto entre los dos extremos.
He descubierto que lo importante de la visión es tenerla tan clara que me permita tomar acciones para construirla, y estar tan desapegado de ella que pueda saber cuándo debo dejarla ir porque he encontrado algo mejor.
Es casi la idea tangible de que me voy moviendo en una dirección y de que mis acciones son tan claras que termino atrayendo algo mucho mejor de lo que estaba buscando.
¿Te suena de algo?
Tal vez es porque ya te ha pasado, incluso si es en cosas pequeñas de la vida…
El trabajo del que te despidieron y que te llevó a uno mejor.
Los amigos que perdiste y que te dieron el espacio para conocer al amor de tu vida.
El viaje al que no pudiste ir y que resultó en uno incluso mejor.
Hay mucha gente que llama a esto destino, serendipia o casualidad.
En realidad, es simplemente el principio emergente del mundo.
Las cosas no se planean para que salgan exactamente como imaginamos.
Por experiencia propia digo que esto no es fácil de asimilar, y mucho menos de aplicar. Es un balance muy delicado entre tomar control sobre mis acciones y desprenderme de los resultados.
Ahora que he entendido esto, me tengo que obligar a mí mismo a recordarlo todo el tiempo, porque es muy fácil dejarse enceguecer por la visión de lo que supuestamente queremos lograr.
Lo que más me sorprendió de este hallazgo fue lo consciente que me hizo sobre la importancia de tener una visión que sea al mismo tiempo clara y elástica.
Sobre todo, el concepto de elasticidad se ha vuelto cada vez más importante para mí, porque me di cuenta de que cuando se entiende y se empieza a aplicar, las visiones o sueños como tal empiezan a tener vida.
No quiero sonar muy filosófico (yeah, sure), pero quiero dejar aquí consignado uno de los descubrimientos más importantes que he tenido este año. Ahí les va:
💡 El tamaño de nuestros sueños depende por completo del tamaño del mundo que vemos.
Estar demasiado comprometido con una visión, hasta planear paso a paso la forma de alcanzarla, es lo que nos dicen que está bien, pero realmente es una forma muy eficiente de boicotearnos a nosotros mismos.
Las visiones deben ser elásticas porque nuestro objetivo no debe ser alcanzarla, sino encontrar maneras de expandir nuestra visión del mundo hasta que la visión que teníamos se vea pequeña frente a lo que hemos logrado.
A mí me acaba de pasar.
Antes de que se acabara el 2024 hice un mapa de sueños de lo que quería lograr este año y solo en los primeros 4 meses, esa visión ya me parece pequeña.
Si usamos la analogía de Eduardo Galeano, diríamos que justo cuando parece que estamos llegando a ese horizonte, nos damos cuenta de que hay uno incluso más lejano.
Mi teoría es que no hay que acercarse siquiera a ese horizonte, sino más bien reconocer la posibilidad irrefutable de los “horizontes”, en plural.
Es muy posible que en el camino que estoy recorriendo me encuentre con algo que me haga cambiar el rumbo por completo.
De hecho, no diría posible, sino deseable.
Cambiar de rumbo no está mal, como nos lo han hecho creer, y tampoco es una muestra de distracción o falta de compromiso.
Es más bien una evidencia de aprendizaje, un reconocimiento de que no puedo, ni quiero ser el mismo, porque ya he visto otras cosas, porque mi lente ha cambiado.
Naturalmente, buscamos cambiar el lente y crear nuevos sueños. Por eso los niños imaginan mundos diferentes todos los días.
Luego nos meten en la cabeza que eso no está bien, y que hay un solo mundo, y que ese es el mundo en el que tenemos que vivir.
Cuando reconocemos que eso no es posible, empezamos a ver las posibilidades infinitas de horizontes o visiones que podemos perseguir.
Soñar entonces no es solo ver algo a lo lejos, sino empezar a caminar sabiendo que ese algo puede transformarse en el camino.
Tal vez por eso soñamos: no para llegar, sino para movernos.
Y si estamos atentos, y aprendemos a soltar lo que soñábamos cuando el mundo se abre, podemos descubrir que el verdadero sueño nunca fue un lugar al que llegar…
sino una forma de caminar.
Porque el sueño no es meta ni mapa. Es impulso.